“La destructividad”, la ira como el (des)borde de la rabia

En el presente escrito se ilustrará la diferencia entre “rabia” e “ira”. Adicionalmente, se expondrán las diferencias que caracterizan a cada modalidad afectiva, las funciones que desempeñan a nivel psíquico e interpersonal, y los factores que están implicados en el descontrol emocional.

La “rabia” (también conocida como “enojo” o “enfado”), es una emoción básica que junto a la “sorpresa”, la “tristeza”, el “desprecio,” el “miedo”, la “alegría” y el “asco”, corresponden a las distintas variedades afectivas que emergen en el ser humano a propósito de su reacción frente a un estímulo del entorno. Lejos de constituirse como una reacción fisiológica aislada e individual, este afecto comprende una complejidad irreductible que se asocia al papel fundamental que cumple el ámbito interpersonal y cultural en el desarrollo integral del sujeto.

En este sentido, la calidad del cuidado proporcionado por las figuras que participan en la crianza de un individuo es crucial, ya que de ello depende que pueda incorporar la “matriz mental” que le permitirá tolerar y traducir la “rabia” en una experiencia sensible acotada y legible. Sin embargo, esto no sólo se lleva a cabo por la satisfacción de las necesidades que tienen lugar en el curso de su crecimiento, ya que los diversos recursos simbólicos que le son transmitidos (lenguaje, sistema de creencias, valores éticos y morales, etc.), también participan en el proceso de estructuración subjetiva. A su vez, también es necesario considerar que otras vivencias o situaciones singulares también podrían impactar a una persona, a una sociedad entera o a un grupo de sus habitantes.

En caso de que la contención proporcionada al bebé haya podido lograr la transcripción de su tensión en “rabia”, este afecto pasará a cumplir una “función creativa” a propósito del estatuto comunicativo que adquiere. Así, por ejemplo, el llanto de un bebé no solamente manifestaría una descarga, sino que también podría significar que esté solicitando alimento, cariño, que se encuentre instaurando límites frente a un otro, etc. Este gesto instala así un espacio de diferencia con respecto a los demás, lo cual habilita la emergencia de la personalidad, de los intereses, los anhelos, los proyectos y de otros elementos constitutivos que dibujan la particularidad de un individuo específico. Dicha distancia o intersticio, admite la posibilidad de edificar algo propio sin dejar de reconocer la existencia y la idiosincrasia del prójimo.

Por el contrario, cuando los cuidados no consiguen reducir las tensiones internas del infante ni le permiten entenderse a sí mismo o al ambiente, se establecerá una dificultad para controlar la “rabia” y ésta advendrá cuantitativamente en “ira” (llamada también como “furia” o “cólera”), la cual tiene asociada una “función destructiva” debido a su inflexibilidad e intensidad. Cabe recalcar que lo que se presenta de forma sintomática no es la “ira” en cuanto tal (desborde de “rabia”), sino la imposibilidad de modularla y acotarla en la medida que su decurso podría tomar la forma de una “agresividad” desplegada contra los demás o hacia el sí mismo

A modo de ejemplo, la “destructividad” implica la anulación del otro junto a todo aquello que lo hace diferente, vale decir, sus creencias, su carácter o su cultura, lo cual podría ser ejecutado mediante variadas reacciones teñidas de intolerancia como la indiferencia; la humillación; el daño físico, psicológico y/o sexual; entre otras. De forma adicional, las prácticas auto-lesivas también reflejan la imposibilidad de controlar la “ira”, en tanto pueden constituir intentos para disminuir las tensiones corporales no traducidas, generar un impacto negativo en el otro o, en su forma más radical, anular la existencia del prójimo por medio del suicidio.

Como se señalaba anteriormente, estas reacciones estancadas, rígidas y generalizadas no sólo pueden acontecer a nivel individual, sino que también muchas veces llegan a adoptarse a nivel social, cultural y político. Un ejemplo de esto lo conforman aquellas medidas que, independientemente del sector del que provengan o de la intención que las conduzca, niegan sucesivos hechos de violencia, menoscaban la dignidad de las personas o restringen derechos ciudadanos. Más allá de la pertinencia que las justifique según cada contexto, tienen en común la percepción de una amenaza externa que se juzga preciso erradicar. Se desprende de ello que las agresiones o la falta de contención por parte de un sistema, podría provocar respuestas violentas desde sus elementos constitutivos con el peligro de que una dinámica de violencia cruzada sea mantenida a lo largo del tiempo. Es así como la “destructividad” acarrea el un costo individual e interpersonal que interpela de forma específica a quienes no logran controlar -de forma directa o indirecta- sus manifestaciones de “ira”, no obstante, el diálogo con un profesional calificado promueve la detección de las variables conscientes e inconscientes que participan en su reproducción. La subversión de la violencia mediante un espacio de escucha atenta, acogedora e imparcial, constituye la clave del cambio al promover el descubrimiento, por parte del paciente, de todas las coordenadas que o llevan a sufrir de forma repetida. En consecuencia, el proceso terapéutico inaugura la posibilidad de tener una relación diferente con las emociones al delimitar las funciones que están cumpliendo e instalar las condiciones necesarias para que así emerja un modo alternativo de habitar el mundo que impulse el bienestar del paciente y de sus seres queridos.