Hablar es un hábito. Y no solo el acto de hablar sino también generar la instancia.
A pesar de las diferencias generacionales, pareciera que el dilema de cómo lograr que un adolescente se comunique sigue presente en las consultas que realizan los padres y cuidadores. Si bien hoy en día tenemos mayores facilidades, gran parte de la preocupación se dirige a la brecha que instaura la tecnología.
En mi experiencia la distancia muchas veces viene de factores previos, lo que no quiere decir que la tecnología efectivamente la agrave. Primeramente, está el dilema de la autoridad y el conocimiento (tema del que ya he hablado), donde muchas veces la preocupación tiende a llevar a los padres a proponer soluciones. En segunda instancia aparece la tendencia al uso de espacios de conversación para recordar cosas que nos preocupan. Como se aprecia, la dificultad de ambas situaciones está en anteponer la preocupación propia, hecho que puede ser muy abrumador para un adolescente.
Si bien soy partidario de que las conversaciones difíciles se tienen que tener, también me gusta pensar en que los espacios para tener estas conversaciones se construyen a través de otras conversaciones, muchas veces poco importantes (lo que no quiere decir que puedan ser trascendentales, sobre todo para los vínculos).
Hablar también es un hábito que se construye teniendo en cuenta la necesidad de exponerse sin sentirse vulnerado, sin presiones y sobre todo, desde la compañía genuina. Esto es de suma importancia teniendo en cuenta que desde muy temprano hablar es el medio para elaborar emociones (además de deseos, pensamientos y mucho de lo relacionado al mundo interno).
Para acompañar, entonces, es importante no traspasar nuestras propias preocupaciones a las que ya tiene el adolescente y, sobre todo no enojarce, o al menos, no parecer enojado pues la reactividad de esta emoción tiende a clausurar la palabra: no hay argumento válido para quien está enojado, así como no hay palabra que desenoje. Esta reactividad tiende a ser una respuesta infantil al conflicto que, a su vez, invalida la vivencia subjetiva de quien lo recibe.
Crear espacios para conversar es un trabajo que requiere la necesidad de encontrar lugares y situaciones, buscar temáticas e inquietudes, validar emociones y deseos y, sobre todo, no renunciar a la palabra.
Como dijo una gran amiga, madre de dos adolescentes: “Para bien o para mal, se enseña desde el ejemplo. Esto me permite redirigir el foco hacia mi, buscando el cambio externo.”